Colombia es un bello país, cruzado por tres
imponentes cadenas montañosas, que son el remate de la cordillera de los Andes,
en el norte de
Suramérica. Hacia el oriente se extienden las inmensas
llanuras y los ríos de la Orinoquia y las selvas impenetrables, siempre verdes
del Amazonas. La costa del Pacífico es lluviosa y selvática, increíblemente rica
en pájaros y reptiles, mientras que la costa del Atlántico es caribeña, seca,
romántica. Enmarcados en esos territorios de ensueño viven 46 millones de
personas, trabajadoras, sufridas y alegres, musicales. Son seres variopintos,
generosos y abiertos, en general optimistas y felices. Pero un sino terrible
inunda sus vidas, especialmente si están en el campo: el de una estúpida
violencia fratricida, alentada y justificada por ideólogos, teóricos,
terratenientes, criminales, mafiosos, caudillos, guerrilleros, bandidos y
cultivada en el caldo de un estado y de unas autoridades que con frecuencia son
centralistas, lentas, burocráticas, procedimentales y leguleyas. Han contribuido
también las arbitrariedades ocasionales del ejército y de la policía y la
legendaria incapacidad del sistema judicial para acabar con la impunidad y
contribuir así a establecer la paz duradera.
En su bella primera
película
Los colores de la montaña, el director Carlos César
Arbeláez propone al espectador una visión tierna y delicada de las montañas
colombianas. Es la perspectiva de los niños, de mirada iluminada y llena de
esperanza. Dice Arbeláez en una entrevista concedida a Sandra Milena Ríos,
citando a Truffaut, que los niños traen automáticamente la poesía. Precisamente
eso es lo que los espectadores encuentran en esta película, que está plena de
imágenes poéticas.
Los colores de las montañas colombianas son en verdad
poéticos e iluminados. El verde está por todas partes, roto solamente por
algunas casas campesinas, por los caminos del campo y por los muros de la
escuela, pintados con absurdas consignas guerreras. La joven maestra de la
escuela acaba de llegar a la vereda La Pradera y quiere romper el feo hechizo de
la violencia con los colores de la montaña. Se inspira en Manuel, un niño que
hace dibujos en sus cuadernos. Va al pueblo, compra brochas y pinturas. En una
orgía de colores y de ilusiones, es la mirada iluminada de los niños que se
refleja en arte poderoso, que ha de trascender los espacios y provocar a las
mentes.
Eso no sucede en la película. Es más poderosa la brutalidad
violenta que la colorida inocencia. La maestra renuncia, se aleja llorando y los
niños se vuelven testigos de la muerte de sus padres. Pero la película va
dejando huella. Arbeláez ha hecho un aporte significativo al cine nacional,
plagado de lenguaje obsceno, de violencia y de malicia, adornándolo con poesía.
Su película ha sido acogida en su país y en el exterior y habrá de causar
impacto y contribuirá a construir un nuevo país.
Arbeláez centra su trabajo en las pequeñas historias de un
grupo de niños campesinos, apasionados por el fútbol. Ha construido tres
arquetipos, excelentemente representados por actores infantiles naturales.
Manuel es la figura del niño que sueña, que es dulce, atento, enamorado y
servicial. Joaquín es el mayor de todos, un líder a ratos pernicioso, a ratos
manipulador, a veces inspirador. Poca Luz, un niño albino, es la víctima, que
sufre las burlas de sus compañeros, aunque con serena inteligencia e
impresionante paciencia. El fútbol los apasiona a todos, un fútbol de vereda,
atropellado, campesino.
En medio de las historias, el balón es el hilo
conductor. Un objeto que simboliza el amor de los padres, el orgullo y la
capacidad de servicio de Manuel, la envidia admirada de los compañeros, la unión
y la desunión del grupo. Con maestría, Arbeláez lo asocia con los campos minados
de Colombia, sembrados de minas "quiebrapatas" por pretendidos ejércitos del
pueblo. El director y guionista convierte al balón, perdido en medio de un campo
minado, en símbolo de valentía, de sagacidad, de creatividad y de impotencia, y
con ello construye poderosas metáforas: un niño hará hasta lo imposible por
jugar, por vivir, por buscar su autoestima, aunque en ello le vaya arriesgar su
propia vida.
Evidentemente, Arbeláez es un maestro de los símbolos. Las
gafas del niño albino Poca Luz son la imagen de la ternura y de la dependencia,
de la frágil modernidad que se acerca y que se aleja de los campos montañeros.
La cancha de fútbol y su portería son representaciones de la felicidad y triunfo
infantiles, donde se ganan y se pierden épicas batalla, donde se aprende la
estrategia. El campo minado es el símbolo del atropello de los adultos contra la
inocencia y el futuro de los niños, especialmente si los violentos se atreven a
minar los alrededores de la cancha de una escuela campesina. Los lápices de
colores son los regalos de amor, las llaves que abren los sueños infantiles.
Una película como esta se va a quedar en la mente como lo hacen muchas
de las buenas películas, por escenas memorables e impactantes: Poca Luz
atormentado por sus compañeros, que le dicen que los albinos no llegan a viejos,
o cuando, manipulado por sus compañeros, lo llevan al campo minado a rescatar el
balón, suspendido de unos lazos, en una escena de valentía, tristeza, horror y
compasión. Joaquín y Manuel, en un marco de balas de combate, viven una imagen
anecdótica, de museo, del conflicto, como si se estuviera reflejando el deseo
nacional de que toda la violencia es apenas un recuerdo histórico, tal como
sucede con las viejas armaduras de museo de la Edad Media europea. La joven
maestra con la cara entre sus manos, llorando de tristeza y de desesperanza. Los
padres de Manuel vencidos por el conflicto personal, por las obtusas guerras y
los invencibles miedos, arrastrados hacia la violencia familiar, mientras el
niño se aleja impotente.
Los colores de la montaña ha ganado el premio de
Cine en Construcción en Toulouse, Francia; el premio Kutxa al nuevo director en
San Sebastián y el premio Espiga de Plata en el Festival Internacional de Cine
Debutante "Spirit of Fire" de Rusia. Ha sido seleccionada en diversos
festivales, como los de Estocolmo, Cartagena, Friburg, Roma y
Chicago.
Pienso que es una película que conviene ver y degustar, no
solamente para aproximarse a las complejas realidades colombianas, sino a las
complejidades mismas del alma humana, para recuperar como espectadores esas
miradas iluminadas de niño, que ve los colores de la montaña y se atreve a
pintarlos sobre las huellas de la violencia.